Un equipo médico tiene que extraer la cara del donante, en muerte cerebral con latido cardiaco, mientras simultáneamente el otro debe preparar los vasos sanguíneos y las estructuras que se van a reconstruir del paciente receptor. Tras ello hay que conectar el rostro del donante a ocho vasos sanguíneos, cuatro arterias y cuatro venas del receptor, para que la piel reciba la sangre con el oxígeno y los nutrientes que necesita. Esta misma operación sería necesario realizarla con los nervios que controlan los movimientos faciales de la cara y la capacidad sensitiva.
Tras la operación es necesaria la toma de medicamentos durante el resto de la vida para suprimir el sistema inmune propio del paciente y para prevenir el rechazo. La inmunosupresión a largo plazo aumenta el riesgo de desarrollar infecciones peligrosas, dolor de riñón y cáncer. La cirugía puede dar lugar a complicaciones tales como infecciones que harían que la cara se volviera de color negro, y requerirían un segundo trasplante o reconstrucción con injertos en la piel. Los efectos psicológicos del procedimiento pueden incluir remordimiento, decepción o pena o culpabilidad hacia el donante.
El trasplante no da a la cara del paciente el aspecto de la cara del donante difunto porque la musculatura y los huesos subyacentes son diferentes. El donante sólo transfiere la piel de la cara, no la forma tridimensional ni la personalidad que expresa.
En los últimos 5 años, esta asombrosa técnica se ha aplicado en una decena de intervenciones que han mejorado la calidad de vida de los pacientes. La última intervención se llevo a cabo en el hospital Vall d'Hebron de Barcelona en marzo de este año, convirtiéndose en el tercer trasplante realizado en España y destacando además por ser el primer trasplante de rostro completo al reemplazarle al menos un 75% de la cara al paciente.
Victoria Ruiz Martínez
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